- Muchas gracias por venir. Esto es todo por hoy. Ya se puede retirar- me dijeron.
Y salí, vagabundeando por el corredor, distante de todo. Al cabo de un rato llegué a casa. Desde la puerta ya se degustaba esa fragancia a frambuesas que había en el interior.
- Julio, ¿cómo te fue? – preguntó María.
- La verdad que bien, fue simple, un trámite más. Común y corriente, con la sencillez que imaginaba. Me hicieron unas preguntas, respondí todo de la mejor manera posible, completé una planilla con mis datos y bueno, me dijeron que eso era todo.
Dejé el saco colgado en el perchero, me desanude la corbata y me senté contra la ventana, en el sillón que trajo el abuelo de su casa cuando se mudó. Esperaba recostado el llamado a la mesa para comer, mirando los pájaros jugar en el patio. Era esa imagen la que me hacía recordar mis tardes en la plaza, corriendo por ahí con los chicos del barrio, o quizá los paseos de la mano del abuelo Pocho, que me acompañaba tantas tardes a darle de comer a las palomas de la fuente.
Como sabía que todavía faltaba para disfrutar de los ñoquis del 29, aproveché para viajar por los recuerdos en un sueño. Escuchando de fondo en un radio Spika un viejo vals me decía “Borracho de pasión, / y ciego de querer, / se lanza a tu atracción / sin ver que más que un alma / en ti, mujer, hay un vals.” Me dormité por un rato. Los tangos seguían pasando por la radio, pero los oía allá en lo lejos, porque mi sueño estaba más cerca. Eran la música de fondo que acompañaba a mis imágenes flotando en el viento. Y ahí me di cuenta que nada está tan lejos ni tan cercano como parece. Uno esta aquí y en el otro lado al mismo tiempo.
Así fue como de pronto iba corriendo hasta la puerta, ansioso por la llegada del tío de España. Tenía 8 años por ese entonces. Los pantalones cortos y la camisa blanca, gastada. Los zapatos lustrados, los tiradores marrones que habían sido de Aníbal y la vieja arreglo para mí, porque se podían seguir usando.
Ese día lo tengo muy presente, porque fue cuando tuve mi primer auto de juguete. El tío me lo trajo de su viaje. Era todo de madera, rojo con las ruedas bien pintadas en negro…
- ¡Julio! ¡Ya está todo en la mesa! Podés venir a comer. ¡Dejá de dormir que después la noche se te hace larga! -.
Me rompió la ilusión de regresar 17 años atrás. La ilusión de volver al abril de 1946. Con ese grito me despertó y mi auto quedó olvidado en el piso del zaguán.
Sentado en la mesa, estaba listo para comer. María me sirvió un poco de ñoquis.
-¿Querés una presa de pollo? Hoy Doña Josefa me pidió que le diera una mano para correr la cama de su pieza, y viste como es ella, pobre… si no querés recibir lo que te da por ayudarla, se enoja. Me dio un pollo que andaba atrás, en el gallinero.
Mientras comía no podía dejar de pensar en ese recuerdo que había tenido en el sillón. Hace tantos años que no veo el auto rojo, que quedó con una rueda menos. Hacía tanto que no lo tenía presente.
Cuando terminé el almuerzo me fui otra vez al sillón, para reencontrarme con mi baúl imaginario lleno de recuerdos. Pensaba que hay cosas que te hacen más querendón. Hay momentos en la vida que te hacen valoras ciertos detalles, y yo veía que tantas tardes vacías, habían quedado vacías por mi simple inactividad y por la falta de mi auto rojo.
Volví a jugar a las baldosas rotas. Me embarré, mamá me puso cara fea y el viejo me regañó. Entré a la casa otra vez, porque ya era tarde y teníamos que cenar. Papá, Mamá, Aníbal, el auto y yo. No quería soltarlo por nada, me acompañaba a todos lados. Pero de golpe, el auto se escapó de mi falda, papá se enojó mucho. Mientras se comía no se hablaba, no se jugaba, sólo se comía. Me agarró el auto, lo metió en su bolsillo y se fue. No volví a verlo más. El auto de madera se fue para siempre.
- Papá, papá. ¡Mirá lo que me dio el abuelo recién! ¡Mi primer auto, papá! -.
- ¿A ver hijo? ¿Qué pasó? Estaba descansando en el sillón, ¿no te diste cuenta? -.
El auto de madera, ese que me alegro años atrás estaba de nuevo en casa, pero ya no era mío. Pablito, mi hijo, era su nuevo dueño. Seguía igual, sin esa rueda y con el barro de ayer. Levanté la mirada. Lo vi a papá orgulloso, feliz, contento, mirándome con ternura. Y a Pablito también.
- Mientras se come no se habla, no se juega, sólo se come – me dijo.